La ciencia no es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma

¿Cómo podemos lograr el impacto de la ciencia en la ciudadanía? ¿Los medios de comunicación son causantes de este impacto o, por el contrario, distorsionan la realidad?

Retrato de Ángeles Fernándes Martínez

por Ángeles Fernández Martínez | Sep 25, 2018

La ciencia no es un arcano. No es, como dijo Winston Churchill refiriéndose a la Unión Soviética, “un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”, aunque muchos lo hayan pretendido a lo largo de la historia y aún hoy perseveren en ello algunos obstinados oscurantistas.

En tanto que la ciencia es una ventana abierta al conocimiento y un recurso indispensable para comprender la mayoría de los problemas y fenómenos que nos atañen, se explica que los poderosos, en el devenir de los siglos, hayan sido proclives a custodiar celosamente los secretos inherentes al conocimiento científico. Era una forma de control y una expresión del poder omnímodo.

Se favorecía la ignorancia y el analfabetismo científico y se excluía a quienes, como Galileo o Miguel Servet, demostraban de manera empírica e indubitada verdades irrefutables. Los negacionistas que hoy cuestionan el cambio climático -y diseminan teorías disparatadas sobre un fenómeno que está aceptado y demostrado por evidencias científicas inapelables- son herederos de los autócratas que se habían apoderado del control de la ciencia y representan una peligrosa y temeraria conducta.

D. Santiago Ramón y Cajal, el médico aragonés que en 1906 obtuvo el Nobel de Medicina por investigaciones que aún hoy sorprenden a los neurocientíficos, era una personalidad académica de primer orden y, al mismo tiempo, un investigador poseído de la capacidad para exponer con sencillez y claridad su magisterio. Escribió, entre otros muchos libros, un  opúsculo, “Charlas de café” (Ramón y Cajal, Santiago), donde incluye una reflexión que alerta sobre la indiferencia ante la ciencia y reivindica a quienes observan la posición contraria:

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Elaboración propia a partir de: Charlas de café. Pensamiento, anécdotas y confidencias de Santiago Ramón y Cajal.
Por ahí se empieza. La comunidad científica debe hacer un formidable esfuerzo para captar el interés y la adhesión de la ciudadanía en torno al esfuerzo investigador y el progreso de la innovación en ciencia y tecnología. Las naciones que han sembrado esta semilla han cosechado resultados relevantes que se traducen en cotas de bienestar y en una posición prevalente en términos de desarrollo y crecimiento de la riqueza nacional p.
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De acuerdo con datos publicados en un reportaje de El País (“Héroes de la ciencia española”, de Patricia Fernández de Lis, el 22/07/18: “La ciencia no es un capricho de países ricos. Es más bien al revés: los países se hacen ricos porque su sistema productivo prima la innovación. Los 10 del mundo más innovadores son también los que muestran mayores niveles de bienestar, según el Índice de Innovación de Bloomberg. Todos tienen en común que invierten de media entre el 2% y el 3% de su PIB en investigación, desarrollo e innovación (I+D+i). España apenas supera el 1%.”

Y aun siendo  así, en países como EE.UU –en la vanguardia de la investigación científica- el número de “analfabetos científicos”, en expresión acuñada por el astrofísico y divulgador Carl Sagan, es considerable (Sagan, Carl).

Sometidos al impacto poderoso de la sociedad en Red, a la afluencia interminable de contenidos a través de todos los canales y todos los soportes, separar el grano de la paja es tarea ímproba. Son tiempos propicios para los charlatanes, para los embaucadores y para el sensacionalismo. El escepticismo, la duda, la prudencia y el método, que son requisitos del trabajo científico, están reñidos con la avidez –a veces compulsiva- del usuario enganchado al teclado de un dispositivo.

El fenómeno no es nuevo. A finales de los años 80 del pasado siglo, una investigación desarrollada en EE.UU por John Burnham  – y referenciada por Arriero y Menor (2010)- señalaba que “los niveles de conocimientos científicos que se imparten en institutos y facultades de EE.UU han bajado extraordinariamente y los medios de comunicación, en su afán por atraer al público, fragmentan y distorsionan la información científica”. Este diagnóstico no es exclusivo del país norteamericano y se corresponde con una tendencia general apreciada, desde hace muchos años, en otros países de nuestro entorno p.

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“Pourquoi la France est scientifiquement sous-développée”, publicado en Le Nouvel Observateur el 28-10-2005. Se trataba de la actualización de una entrevista, realizada en 1965,  con el Premio Nobel Jacques Monod. A sus cuarenta años LNO demostraba que la situación estaba lejos de mejorar.
De ahí la importancia que el científico afine en los procedimientos para difundir  los objetivos y los resultados de su trabajo, de tal manera que su esfuerzo se vea reconocido y recompensado por una rotunda exclamación de “admiración”, como invocaba Cajal.  Porque está comprobado, y esto admite pocas discusiones, que cuando se transmite y se comunica la ciencia con sencillez, claridad y eficacia se generan contenidos de interés masivo y se logra un impacto considerable en la ciudadanía.

La comunicación social de la ciencia no es algo que pueda improvisarse ni quedar al albur de investigadores bien intencionados. Exige de procedimientos pautados, metodología sistematizada, capacitación y adiestramiento específico que deben ser extensivos al conjunto de la comunidad científica. Es más, los estudios más solventes ponen de manifiesto que debería ser una pericia que se incluyese en los planes de estudio universitarios, especialmente en las titulaciones científico-tecnológicas.

Sagan, en el libro anteriormente citado, recuerda que cuando estudió astrofísica en la Universidad de Chicago,  en los años cincuenta de la pasada centuria,  se cursaba un programa de educación general, diseñado por el gran filósofo y humanista Robert M. Hutchins, cuya finalidad era formar “ciudadanos responsables”. La ciencia era “parte integral del maravilloso tapiz del conocimiento humano”.

Dicho de otro modo, el científico debe ser una persona poseída de una vasta cultura y de inquietudes intelectuales que vayan más allá de su formación especializada. Esos atributos harán de él un auténtico sabio capaz de entender y explicar los entresijos de la investigación y ponerlos en relación con la sociedad y los fenómenos de nuestra época. De alguna manera se corresponde con la idea orteguiana cuando recelaba de los especialistas que sólo saben de su estrecho y cerrado ámbito.

Para la consecución efectiva de estos propósitos no basta fiar en la buena voluntad o en la excepción de los notables. Un auténtico sabio, como advierte Olga Lucas en el prólogo de “La ciencia y la vida”(Fuster Valentín y Sampedro, José Luis),  nunca será alguien petulante, arrogante, sentando cátedra en posesión de la verdad. Bien al contrario, se distinguirá por su compromiso con la educación, la humildad, la cultura y la transmisión del saber.

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Fuente: Elaboración propia.
Este modelo, como veremos en otra nota para este blog, sería adaptado por países como Reino Unido, Francia, Alemania o Italia. Existen experiencias contrastadas, caminos abiertos y avances relevantes en materia de formación y divulgación científica.
Referencias
  • Ramón y Cajal, Santiago. Charlas de café. Pensamiento, anécdotas y confidencias. Colección Austral. Espasa Calpe. Madrid 1941
  • Sagan, Carl. “El mundo y sus demonios. La ciencia como una luz en la oscuridad”.  Crítica. Barcelona 2017
  • Rodríguez Arriero, Miguel Ángel y Menor Sendra, Juan. “Televisión y cultura innovadora”. Fundación Cotec. Madrid 2010
  • Fuster Valentín y Sampedro, José Luis. “La ciencia y la vida”. Conversaciones con Olga Lucas. Plaza y Janés Editores.2016. Edición electrónica.

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